Domingo 4º de Pascua – Ciclo C (Juan 10, 27-30).
Por dos veces se repite en el evangelio de este domingo, de apenas cuatro versículos, la frase “nadie arrebatará de mi mano”. Las dos veces en boca de Jesús: en la primera de ellas es Él mismo quien garantiza la seguridad de “sus ovejas”; en la segunda de ellas da un paso más y pone por garante al Padre: “nadie puede arrebatar nada de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno”.
Pertenecen estos pocos versículos al capítulo 10 del evangelio de Juan, que tiene dos partes. La primera de ellas, del versículo 1 al 21 consiste, fundamentalmente, en la parábola-alegoría del Buen Pastor; la segunda, de los versículos 22 a 42 es una afirmación de la divinidad del Hijo: “Yo y el Padre somos uno” (v. 30) afrontando Jesús el escándalo y la polémica que esta afirmación, hecha en un lugar tan solemne como el Templo, suscitó.
Quiero fijarme en mi comentario de hoy en la primera parte de este evangelio que indica el modo de relación de Jesús con sus discípulos y el modo de relación de Dios Padre con cada uno de nosotros.
Una relación que viene marcada, de entrada, por una relación de intimidad: “mis ovejas escuchan mi voz y yo las conozco y ellas me siguen”. El Buen Pastor conoce a cada oveja por su nombre y por sus propias características. El Dios de Jesús es el Dios de los nombres (de Abraham, de Isaac, de Jacob…) Para él no somos un número más ni una anónima presencia en medio de una multitud. Y, como sabemos, ese “conocer” bíblico implica cariño y afecto. No le somos indiferentes, nuestra suerte y nuestro destino le importan.
Pero hay algo más. De las palabras de Jesús en el evangelio de hoy se deduce el compromiso de Dios con y por cada uno de nosotros. Un compromiso tajante afirmado en el sujeto de la frase que destaco en mi comentario de hoy: “nadie”. Es un compromiso rotundo, firme, sin concesión alguna. Dios es un Dios comprometido con sus criaturas y con la vida de sus criaturas: “no perecerán para siempre”. Ese es el auténtico compromiso salvador; tantas veces, erróneamente, damos más importancia a nuestro compromiso con Dios que al compromiso de Dios con nosotros. Nuestro compromiso es falible, porque falibles y débiles somos nosotros; pero el compromiso de Dios es, en cualquier caso, cierto y pleno.
Las dos afirmaciones anteriores, el cariño personal de Dios por cada uno de nosotros y su compromiso inquebrantable con todas sus criaturas, sostienen lo que debiera ser una actitud básica en nuestra relación con Él: la confianza. Una confianza que muchas veces no nos resulta fácil, porque la vida es dura y nos somete a muchas pruebas de todo tipo. Una confianza que nos equivocamos si la ponemos o en nuestras fuerzas y posibilidades o en la ausencia de problemas y dificultades. Una confianza que adquiere su plena solidez en la contemplación y la fe en las palabras de Jesús.
Darío Mollá SJ
Comentários