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No merezco ni llevarle las sandalias

Domingo 2º de Adviento – Ciclo A (Mateo 3, 1 – 12).


El evangelio de este segundo domingo de Adviento está protagonizado en exclusiva por la figura de Juan el Bautista. Él es un personaje que no ocupa un lugar central en el evangelio, ni tampoco parecido al del María o al de los principales apóstoles como Pedro o Juan, pero en este tiempo de Adviento, de espera y preparación a la venida del Mesías, ocupa un lugar destacado, porque precisamente ése es su papel: anunciar la inminente llegada del Mesías e invitar a prepararse para ella.


El lenguaje de Juan es un lenguaje duro, exigente, agresivo incluso: “¡Raza de víboras!… ¡Ya toca el hacha la raíz de los árboles!… ¡Quemará la paja en una hoguera que no se apaga!”. Sin embargo, y pese a ello, la figura de Juan ha merecido siempre en la comunidad cristiana admiración y respeto. Empezando por la propia admiración y respeto de Jesús: “En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista…” (Mateo 11, 11). ¿Por qué esa veneración por la persona de Juan? ¿Y qué valores aporta la figura de Juan el Bautista a nuestro tiempo?


Un primer valor de la figura de Juan el Bautista es su honestidad, algo que reconocieron todos, incluso sus enemigos. Un hombre honesto y coherente en su vida, que vive como habla y habla de lo que vive, en el que no hay separación entre vida y doctrina. Su autoridad es la autoridad de la persona coherente. Es la autoridad máxima. Esa autoridad personal y moral no la dan unos papeles o unos nombramientos ni siquiera unos votos, sino el vivir en verdad y autenticidad. Ante esa autoridad cabe la discrepancia en sus mensajes, pero nunca la falta de reconocimiento del valor de lo que dice y el respeto a su persona. El mensaje de Jesús no fue el de Juan: contenido y tono fueron diversos, pero el respeto de Jesús por Juan fue máximo.


El segundo valor que la figura de Juan nos aporta es el valor de la humildad. Grande como nadie, y humilde como nadie. La humildad engrandece la calidad de las personas, mientras que, al contrario, la soberbia la empequeñece incluso hasta la ridiculez. Juan nunca se atribuye ningún valor, nunca se predica a sí mismo y es siempre bien consciente de su papel y del sentido y límite de su misión. Los cristianos necesitamos aprender mucho de la humildad de Juan, de nuestro papel, de no darnos más importancia de la que tenemos, de no vivir con euforia nuestros supuestos “triunfos” ni con tristeza o angustia nuestros supuestos “fracasos”. El Salvador es el Señor y nosotros, como Juan, tampoco “merecemos ni llevarle las sandalias”.


Darío Mollá SJ

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